sábado, 30 de noviembre de 2013

No me gustan los Domingos.

Son fríos, molestos, pero lo peor es que son finales.
Si, los Domingos van cargados de finales; final de la semana, el final de acostarse tarde, se acabó levantarse tarde... A su vez también son comienzos de las cosas opuestas a esas, en el fondo no son tan malos... son relajados y calmados... Pero, maldito ese último Domingo.

Ese Domingo que me perdí en la respiración lenta, silenciosa y relajada de su pecho. Ese Domingo en el que no me moví del sofá, que no me marché de su lado.
Aunque intente hablar mal de ese maldito Domingo, no puedo.. No puedo recordar ese beso tan cómico en el baño y no sonreír, tampoco puedo evitar recordar esa frase, que me creí y que desde entonces mi habitación dejó de ser virgen, dejó de ser mía, y ahora carga con recuerdos fascinantemente destemplados. Tampoco puedo evitar poner cara de asco al acordarme de esa comida que tan mal me sentó. Ese Domingo que me pedía mimos y me llamaba guapa, que se ponía a mirar el móvil de forma despreocupada como si el tiempo no pasara. Me pregunto qué era para él en ese momento, qué sentía, en que pensaba... Que estúpida soy.

Lo que si que se me quedará grabado eternamente, es ese último beso, ese último te quiero que salió de mis labios y esa última sonrisa de esperanza dibujada en mis labios al volver a casa. Jodida ilusa.

En realidad, no se que tuve que creerme de ese día, o no, qué fue verdad y qué fue mentira, en qué caí como idiota y sí me salvé de caer en algo.

Solo se que ahora, no soporto los Domingos. No los aguanto. Duelen y escuecen demasiado.

Odio cuando los finales se disfrazan de principios, y cuando los principios parecen finales.

Porque todo volvió en el lugar dónde empezó, disfrazado de última vez, y todo se fue, pareciendo empezar.

Sigamos andando, de todos modos, nunca me gustaron los Domingos.

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